¿Cuántas veces has oído en una conversación entre artistas o gestores culturales la frase “y que conste que yo no cobro ni un duro”? ¿Cuántas veces es una expresión de orgullo o de reivindicación? ¿Cuántas dudas son despejadas y malos pensamientos desalojados de nuestras cabezas al saber que “afortunadamente” tal o cual organizador no cobra por un proyecto cultural? ¿No es preocupante que convirtamos este hecho en un valor positivo con tanta frecuencia? ¿Y no es más preocupante que, en ocasiones, quienes realizan el “elogio de la gratuidad” sean los mismos que expresan su malestar por la precariedad, suya y general, en la cultura? Tal vez es un poco rebuscado, pero yo intuyo que quizás haya cierta causa-efecto en este algoritmo.
Aún hoy en según qué entornos, todavía hay que explicar por qué los profesionales de la cultura deben cobrar
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